miércoles, 7 de mayo de 2008

Cazadores sin derechos

Corren tiempos difíciles para los cazadores españoles. A las consabidas dificultades burocráticas; de disponibilidad de espacios para cazar; de altos precios por jornada o por pertenencia a un coto de caza; de masificación de esta actividad por alta demanda, etc., todos ellos factores negativos característicos, en las sociedades avanzadas y competitivas, donde una parte pretenda hacer algo distinto a lo que la inmensa mayoría practica u opina, hay que sumarle un verdadero cerco social, a menudo consecuente con el desconocimiento de la caza, reflejado en un generalizado rechazo, por incomprensión y, en multitud de ocasiones, por manejar conceptos de ética colectivizada, muy alejados o diferentes de los que un cazador puede hacer suyos.
Por otra parte, comienza a ser notoria una competencia con nosotros, de esa mayoría urbana que no nos entiende -no sabe qué ni porqué cazamos-, sobre el disfrute y ocupación de los espacios naturales, que también desea y anhela tener disponibles. Espacios que, desde siempre,, fueron utilizados por la población rural, en actividades propias del agro que suponían un medio de vida básico para ella y que, además, coincidían con otras actividades, en este caso de ocio, como la caza, que, con toda naturalidad, respeto y reconocimiento, se practicaban en ese mismo medio rural por parte de los cazadores, fueran, o no, nativos o habitantes de ese medio.
Existe, pues, un conflicto de intereses patente y creciente en estas dos vertientes o fuentes que lo alimentan: la de la comprensión y conocimiento de la caza, por un lado, y la de competir por el derecho al manejo y disfrute del espacio libre y natural disponible con el resto de ciudadanos no cazadores, por otro.
No se debe perder de vista tampoco que los ataques sistemáticos contra el medio rural, mediante la contaminación de suelos y la expansión de núcleos urbanos; expansión de infraestructuras de todo tipo y servicios a la comunidad, van reduciendo el terreno, el campo disponible, apto y útil para que vivan las especies animales y vegetales, libres de tales amenazas al medio. Los mejores espacios salvajes, mejor cuidados, mas naturales, intactos, en ocasiones, están sometidos a un proceso de acaparamiento estatal prohibitivo de su uso, por parte de las administraciones públicas, con la consabida excusa de la protección y salvamento frente a la agresión del desarrollo y el progreso qie sirve de comodín para cualquier medida restrictiva. Todos esos espacios considerados tradicionalmente cinegéticos y coincidentes con su práctica, donde los cazadores, desde siempre, han llevado a cabo su afición y se ocuparon de mantenerlos en ese privilegiado estado de conservación, que ahora se vuelve contra nosotros, son expropiádos y excluídos para el ejercicio cinegético, bajo la excusa de una mayor protección, apartándo o limitando en su disfrute a quienes los conservaron, tal y como han llegado hasta nuestros días. La realidad del cambio climático viene a condicionar, justificar y endurecer aun más, si cabe, esa protección de lo natural y lo salvaje frente a lo desconocido. Situación sobrevenida que se constituye en el nuevo enemigo, reconocido internacionalmente, que acecha al medio rural, a los últimos reductos de la naturaleza mas pura; agresor este, curiosamente irresponsable y sin paternidad reconocida pero que, sin embargo, ha sido engendrado por las sociedades avanzadas, del que hay que intentar salvar esos espacios naturales con destino y reservados a generaciones futuras, es decir, en realidad a sus nuevos y exclusivos dueños: funcionarios, administradores, técnicos, científicos y ecologistas de profesión que, por lo visto, son los mas competentes en conservación de toda la historia de la humanidad. Parece -se nos quiere vender- que nuestra competencia conservacionista, la de los cazadores, se ha puesto en cuestión forzadamente, cuando, en realidad, nosotros tenemos gran parte del mérito de que hayan llegado hasta aquí, como han llegado, es decir, bien, gracias a nuestros recursos, especialmente económicos, pero esos nuevos propietarios alimentan el conflicto por negarnos esa misma competencia. Por todo ello, se pretende, se promueve y se consiente que los usos de los espacios naturales sean acordes, al uso, con un parque de atracciones vigilado, solo para sesudos titulados, permitiendo su uso a individuos saturados de asfalto, con necesidad de un tratamiento de choque, a base de aire puro, pero con cita previa y autorización temporal entre los dientes. Claro que, de pegar tiros: nada. ¡Que obscenidad!.
En consecuencia tenemos claro y bien servido el conflicto, que tiende a agravarse día a día, en ese proceso dinámico y creciente de alejamiento, olvido, ignorancia y condena al ostracismo de los valores cinegéticos, por ser minoritarios, para que contrariamente prevalezcan, por sustitución, aquellos otros que comparte la mayoría no cazadora, considerando y contemplando, al mismo tiempo, una reducción sistemática del terreno disponible para cazar, como estrategia excluyente y expansiva.
El movimiento ecologista, representa, se hace eco y accede fácilmente, desde posiciones mas o menos radicales, a esa sociedad mayoritaria y, por ello, adquiere, cada día mayor credibilidad- en este caso interesada-, ofreciendo garantías de disponibilidad de territorios, presionando a los gobiernos, para diversión, solaz y distracción del urbano, agobiado por el sistema económico imperante que le presiona mas y mas en su vida diaria, actividad profesional, social y familiar. Los métodos tradicionales de ocio y diversión disponibles en la ciudad, siendo diversos y de fácil alcance, no son suficientes para compensar y descomprimir esa presión y el urbano opta por salir a los espacios abiertos, creyéndose así, libre de semejante vida agobiante, durante un rato.
Es verdad que esta realidad no esta siendo afrontada por la organización y estamentos que representan a los cazadores españoles, al contrario, desde que comenzó el conflicto hace ya mas de una generación, coincidiendo con la aparición del movimiento ecologista, nuestros dirigentes de la caza han preferido confiar en que iba a ser un proceso lento y sin poder social suficiente como para suponer una amenaza para los cazadores. Mientras nos van dando dentelladas, se han entretenido mostrando una imagen de la caza, como actividad deportiva que, aunque de cara a la sociedad, parece desarrollarse reglada y respetuosa con el medio, dado que considerarla un deporte es una concepción artificial, irreal e insustancial -de pura imagen amable de la caza- y no tener acerbo histórico suficientemente arraigado en valores de peso importante, aun así , semejante artificio conceptual, no consigue superar la mala imagen de la caza y se ve permanentemente sometida a crítica y a la precitada estrategia de destrucción del colectivo cazador, por tratarse, únicamente, de un lavado de cara y ocultación de la realidad auténtica de la caza. La caza real, la verdadera, siendo además la que practican la inmensa mayoría de cazadores, nada tiene que ver con el tinte deportivo que se pretende vender, ni de lejos. Una contradicción, la visión competitiva, paradójica, inútil y por lo tanto, insostenible como mecanismo de defensa de la caza, cuando no contraproducente. Los esfuerzos en sistematizar, regular internamente, descafeinar y masificar la caza con introducciones de animales sin instintos en corrales; la hibridación de algunas especies haciéndolas perder su salvajismo, querencias y características genéticas para propiciar una caza mas fácil, mas deportiva, mas de número, de record, accesible, previsible y controlable, además de la utilización de técnicas de la denominada gestión cinegética, mas de cara a la galería que realmente eficaces y promotoras de las especies; la reclusión de especies cinegéticas en cercados para facilitar su cría y su muerte, aparentando ser cazadas "deportivamente", todo ello viene a ser insuficiente, por falaz, como contrapeso social y moral de cara a esa aceptación social de la caza que se persigue, para conseguir mantener dignamente los derechos de caza sobre territorios cinegéticos y, a la vez, atempero del conflicto -mucho menos de su solución. Es mas, la llamada caza moderna, la deportiva, presa también del negocio y de su valoración económica creciente como sector económico no ayuda, al contrario, desacredita la consideración social del cazador como un agente positivo, mas bien le muestra como cliente despiadado e irreflexivo de un sector de negocio oculto, que impone su ley productiva, sus normas de ejercicio cinegético y sin límites; muy lejos, por supuesto, de valores venatorios preexistentes que el cazador posee y considera necesarios para poder cazar razonablemente y diferenciar lo que es cazar de forma auténtica y respetuosa de una auténtica matanza sin sentido y por deporte. En esta situación absurda y autodestructiva, tener dinero y licencia de caza es suficiente para justificar la caza moderna como método de ocio. Débil posicionamiento, eso de que la caza, siendo un deporte y siendo un sector económico importante, se justifica por si sola frente a toda la realidad dinámica, social y excluyente que impone su ley aplastante de ética urbana, acaparadora de espacios e intransigente con lo minoritario o sencillamente distinto de la generalidad. Con esta tarjeta de presentación deportiva y económica, sostenida con alfileres y cartón piedra, los cazadores no vamos a ninguna parte; nos cierran puertas y terminamos por no ser tenidos en cuenta en los centros de poder y de decisión sobre la caza. Pero lo peor de todo es que van desapareciendo cazadores, retirándose, no por edad, sino por no poder aguantar tanto rechazo social, tanto bote, tanta norma, tanto papel, tanta imagen publicitaria, además de esos precios insoportables que impone el mercado para el cazador de a pié, y todo este entramado de gas letal, artificial e inflamable que nos quema y avergüenza entre las manos y que, los que tienen intereses, se han montado en torno a la caza artificial y moderna. Consecuencia: nos van aniquilando poco a poco.
En una sociedad donde lo que esta bien y lo que esta mal no siempre responde a valores morales sustentados en la ley natural inexorable, o, por ejemplo, en el reconocimiento de la muerte como parte indivisible e integrante de la vida. En un mundo donde la verdad de las cosas no siempre se puede comprobar y contrastar, porque esta distante y oculta; modificada la realidad por los medios de comunicación, frecuentemente al servicio también de intereses de la misma índole, ideológicos, políticos, colectivizados, paternalistas, nacionalistas o religiosos, pero sobretodo comerciales. Cuando lo que impera, se aprecia y se valora es tener o estar, nunca ser; siempre poseer algo más de lo que se tiene, acumular riquezas materiales, cultivar la rentabilidad, los beneficios, poniendo todo en línea de esa sola dirección. Donde se globalizan e institucionalizan como válidos, útiles y positivos unas formas de enfocar las cosas, estilos de vida, comportamientos diarios, hasta íntimos, en la relación humana, dependientes totalmente de un ritmo y velocidad que ninguno de nosotros marcamos, sino que viene impuesto desde donde nadie sabe, pero ahí está, gobernándolo todo. Si las reglas de juego, los mecanismos de ajuste del mercado, las leyes siempre son superadas por la rápida evolución de los acontecimientos y casi nunca dan respuesta a los problemas diarios y sociales en permanente evolución, sino que, al contrario, producen desigualdad, individualismo, simplicidad, y un especial fatalismo dinámico irreversible, basado en lo que parece imposible de cambiar; lo que, modernamente, se denominan economías de escala, aquello de lo que todos dependemos y ejerce su ley del mercado implacable, etc…….…………… resulta, pues, abrumadoramente real la carencia de valores, no porque no se conozcan o no existan en el catálogo del buen ciudadano y del buen comportamiento, sino porque se ven reducidos a la mínima expresión en su importancia y necesidad, con el fin de ajustar comportamientos, reconocer derechos y tratar respetuosamente al diferente. Se validan únicamente aquellos valores que encajan bien y no molestan al sistema de vida moderno y occidental consumista; obviando, relegando al olvido y ninguneando todo el acerbo educativo, cultural y moral acumulado que no sirva para mantener ese sistema fatalista, positivista y de aborregamiento colectivo imparable. Justificar, por lo tanto, la caza, en este caldo de cultivo de prisa, de acumulación de cosas y propiedades, muchas de ellas intangibles, es materialmente imposible y, además, inoperante, porque muestra valores demasiado potentes e insoportables para el sistema. Valores, por lo tanto descontados y amortizados de antemano como inútiles. Se llega, en este descaste y aniquilamiento de la esencia humana irrenunciable, al extremo de tachar como negativa la naturaleza esencial del hombre, sus comportamientos instintivos, las formas tradicionales de regular y convivir, mediante el diálogo, el respeto, la buenas formas; métodos, todos ellos, de ajuste y resolución de enfrentamientos, pero en nuestro caso y en este conflicto, porque no interesan, sencillamente se tapan, se ignora el conflicto, no se reconoce al interlocutor -nosotros- ni se admite nuestra posesión del derecho a cazar y a otra cosa. No se escucha a los cazadores, enseguida se ignora a propósito, la importancia cultural y humanista de esta actividad. Se supedita todo a lo que marque el poder social mayoritario, anulando, por lo tanto, todo aquello que pertenezca al pasado, la caza y el cazador tradicional, que parece que nunca existió y, de hacerlo, inmediatamente se acude a su destrucción conceptual, tachándolo de arcaico, inmovilista, retrógrado, antiguo, pasado de moda y fatal, por dañino, para esa concepción utilitaria de la vida que se ofrece y muestra al hombre como ser consumidor que solo responde a lo que es útil y cuantificable, no a lo que es en si misma esa naturaleza humana predadora o a su existencia milenaria, que le permitió llegar hasta donde estamos. Parece que los valores permanecen y se validan si se ajustan a la idea de que el hombre de hoy solo existe desde ayer no mas atrás, rechazando lo acontecido anteriormente, tachándolo de nostálgico, salvaje e inútil. Valores –nos intentan vender- que hay que desterrar de nuestras vidas en brazos del progreso, la ética mayoritaria y la modernidad impregnante por contagio. Si, así es: toda una enfermedad, objeto de profilaxis y tratamiento.
A los poseedores de esos valores venatorios, los cazadores, se pretende encasillarnos como miembros de una secta de individuos sin sentimientos, sensibilidad y amor por el entorno; protagonistas de una actividad -dicen-incomprensible; no encajamos en la evolución y solo se "tolera" la caza, a duras penas -y ya veremos hasta cuando- hasta que el individuo ese, cazador, se extinga por si solo con el paso del reloj biológico. Interesa, mientras tanto, marcarnos con el hierro de personajes antisistema, anticomunidad, que necesitan la violencia, la sangre y la muerte para alimentar su ego, ejerciendo una dominación sobre las bestias, los animales, desproporcionada, cruel y violenta que no tiene justificación, ni siquiera en el concepto de predador natural situado en la escala evolutiva, porque el hombre moderno no necesita comer carne salvaje (?); por lo tanto, valor esencial que tampoco ya esta justificado en el ser humano moderno, aunque, paradójicamente, es el mismo que utiliza, eso si, con el marchamo democrático y colectivo, para predar de muchas otras maneras, sobre otros semejantes, que no cumplan el estándar general del urbanita aborregado intoxicado de asfalto. Los cazadores somos, como grupo, un ejemplo de exclusión social interna, equiparable a marginados sin derechos, dentro de la moderna y democrática sociedad occidental.
Todo esto nos enfrenta con esta compleja realidad y juego de intereses, donde no encontramos nuestro lugar; se ahoga nuestro espacio vital y se ha creado un clima en torno a la caza donde cada día se enrarece y reduce nuestro entorno y carecemos de un reconocimiento como grupo, a pesar de ser tan digno como cualquier otro, porque cumple con sus deberes ciudadanos, pero, por ser cazador, es castigado con la expropiación de los espacios, de nuestros valores, de nuestras raíces, del derecho a cazar y a serlo, además cercenando del futuro de la caza en la persona de nuestros jóvenes a quienes se les impide acercarse al hecho venatorio por todos los medios posibles. Condena irreversible a abdicar de nuestro conocimiento y nuestra forma de entender lo natural; de lo que se vienen nutriendo esos, nuestros valores, desde la noche de los tiempos.
No perdamos de vista que lo fundamental del precitado hecho venatorio es el hombre cazador, no tanto la presa, ni siquiera el espacio cinegético que posibilita un terreno donde hacerlo, poder cazar. Lo que está en crisis es nuestra existencia. Lo que se pretende anular es un derecho natural a cazar en tanto que supone capturar piezas de caza salvajes y a mantener nuestra ancestral esencia, como humanos que han decidido, acudiendo a su llamada interior, cazar y ser cazadores. Nuestra supervivencia depende de la fuerza argumental humanista -de nuestros valores- que le demos a nuestro derecho a cazar, exigiendo, por esta gran razón, la subsistencia de la caza y de nosotros, los cazadores, con ella. Podemos expresar, exponer y transmitir esos valores porque existen, los tenemos y están ahí para mostrarlos, pero debemos hacerlo en situación de primera línea del conflicto y haciendo que se reconozca al cazador, sujeto de valores esenciales y, por lo tanto, de derechos, no solo a la caza como actividad puramente de negocio.
Somos agentes de conservación como el que más, lo avala la carta de presentación magnífica de que esas especies cinegéticas y las demás, junto a ellas, además de esos espacios naturales, hayan llegado hasta aquí, no sin caza, al contrario, con ella y con nosotros, como actores principales. Somos perfectamente compatibles con este devenir social llamado progreso; con la amenaza global del planeta y capaces de convivir con la necesidad de campo al que todos, urbanitas y rurales aspiramos, sinónimo de esa libertad que ajenos a él no parecemos disfrutar, ni disponemos, todo ello sin necesidad de exclusiones. Los espacios naturales permiten el disfrute compatible. Podemos y debemos resolver este conflicto, ofreciéndonos tal como somos, sin abdicar de nuestra naturaleza. Paremos esta expropiación sistemática, no solo de territorios sino, lo más importante, de nuestra esencia venatoria, dándola a conocer, exigiendo su respeto, compartiéndola y recuperando su posición social reconocida, hasta ahora, desde siempre, en pie de igualdad. No podemos huir durante más tiempo del conflicto, como se ha venido haciendo, escondiendo la cabeza. Lo de ahora, esta situación insostenible, es como la persecución insistente de la rehala al cochino, donde el cazador se asemeja al viejo macareno que trata de vaciarse entre los callejones de la risquera por la cuerda, umbría arriba, pero que, sabedor de sus fuerzas, de su experiencia y harto de acoso, dentelladas y arreones, interrumpe la carrera, se gira y tras acularse contra la mole rocosa decide, por fin, vender cara su vida y mostrar quien es el señor de la sierra. De no hacerlo así, perderemos un derecho y, con nosotros, una parte importante más de la memoria colectiva.
Cordialmente,













J.A.Martinez del Hierro





31-5-07

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